Un despertar despierto

Es un día cualquiera, la verdad es que el recuerdo temporal fue sobrecogido por los eventos que estaban por pasar, por la tarde.

De niño, las siestas eran una actividad extraña e incómoda, tradición familiar que había llegado hasta que mis padres se alejaron de la tierra de sus antepasados.

De tanto en tanto, ese gen, indiscutiblemente acuñado durante siglos, que  anidaba en mí, se manifestaba y reclamaba buscar un lugar cómodo para ser ejercido.

Caprichosamente, los días fríos y soleados, cuando la nieve y los hielos generosos daban vida renovada a los ríos y cascadas, la siesta reclamaba su derecho a mantener la tradición.

Mí cama de adolescente estaba junto a una ventana que, de tanto mirar al norte, parecía una brújula de un solo cuadrante.

En ese lugar fresco por el aire gélido de fines de invierno pero cálido por el sol que entraba, dormí mis primeras siestas, por lo menos las primeras que recuerdo.

El sueño de mis siestas raramente fue reparador, en general más que dormir, desconectado, inconciente, eran momentos de cornisa, donde podía respirar con igual claridad la vigilia y la inconsciencia.

Un sueño que surgía frecuentemente iniciaba violenta y repentinamente, una profunda sensación de vértigo recorría mí cuerpo y me estremecía; caía, caía, caía indefinidamente.

No se veía nada claro alrededor, ni principio ni fin, solo vértigo y aire en la cara; una sensación creciente de indefensión terminaba abruptamente inconciente... O agitadamente despierto.

Imposible asegurar cuándo, mí cerebro puede recordas con gran precisión los hechos, pero es incapaz de anexar el tiempo, en medio de una de esas caídas, sucedió un hecho inédito hasta ese punto, la caída, el vértigo y la ansiedad mutaron.

Fue un día en el que estaba a punto de sentarme sobresaltado de susto y arrepentimiento cuando la caída descontrolada se convirtió en un sobrevuelo de lugares fantásticos, conocidos o por conocer.

A partir de allí, volé decenas de veces, aterrizando siempre, una y otra vez, en una etérea y fina capa de inconsciencia. Soy incapaz, como ya dije, de saber cuándo, pero en algún punto ya no volé... no caí.

La conciencia de caer en el inconciente dejo de ser motivo de preocupación... O debería decir dejo de ser motivo de angustia irracional y fuera de control; sin temor, entraba en el mundo de los sueños y, vivía.

Había dominado mí miedo de dormir, de no estar en control, había aprendido a dejar que las cosas pasen, adaptándome, convirtiendo los escenarios, descubriendo habilidades ocultas como la de volar.

Eso no sirvió, no me preparó, o lo hizo en una medida insignificante, para el próximo desafío de las siestas, no entrar, si no salir.

En medio del sueño he experimentado múltiples situaciones irrealizables; intentar hablar, entender lo que me están diciendo o levantar una taza, la inconsciencia dominaba y simplemente ya no era necesario hacerlo.

Un día resultó que esa intensión dejo de estar inmersa en la irrealidad; yo había despertado plenamente, consiente del espacio y tiempo, del día y la hora, capaz de pensar en lo hecho y los pendientes de la tarde, intenté incorporarme.

Le pedí a mí brazo que levantara mí mano y la apoyara en la cama para empujarme, le ordené a mis abdominales acompañar el esfuerzo del brazo, le imploré a mis piernas que giraran fuera de la cama.

Una, dos, diez veces... Nada sucedía; inmóvil, incapaz de controlar lo que era más mío que cualquier otra cosa, la vigilia y el sueño, yo y mí cuerpo, en simultáneo, inconexos, separados por completo y totalmente.

Volver a dormir una siesta me llevo un tiempo bastante mayor al de por sí largo interludio entre una y otra; el terror de sentirme impotente, fuera de control y a merced del entorno, incapaz de usar mí cuerpo, mantuvo prolongadamente dormido al gen de la siesta.

Imaginé una pierda viniendo justo hacia mí frente, sentí el reflejo simultáneo de levantar la mano, cerrar los ojos y agachar la cabeza... Imagino el dolor del piedrazo y el chichon creciendo y aún la mano imposibilitada de presionar la frente y la boca incapaz de liberar el dólar con un grito.

Por suerte no he tenido muchas oportunidades para aprender a lidiar con este despertar asincrónico, aterrador y desquiciante; mí cuerpo no soy, es, a veces, mí instrumento; mí cuerpo envejece y no siempre puede lo que quiero.

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