Entre ayer y mañana

Ayer, 1 de enero, busqué en los recuerdo las imágenes del viejo año que se iba; en el magma del tiempo se fundían las falsas razones y el buen gusto por la vida, el desorden colapsaba a borbotones por las alcantarillas de la imaginación, el decoro de la verdad se encontraba lapidado bajo gruesos bloques colapsados por el sobrepeso de sobornos y codicias; el pánico a la vida, más que la aversión a la muerte, reconcilió las mentes atormentadas por una existencia inexplicable de doloroso vacío, silenciado por vergüenza y disimulado con excesos de placeres que solo potenciaban el agobio.

Lustros observando inexplicables existencias, inconscientes embrutecidos o nunca pulidos, negando con todo el cuerpo lo que aseguraban con la boca, atentando en cada paso contra sus declamados anhelos, buscando ser masa para no ser cero; la felicidad y el dolor como sentimientos comparado, producidos por la carencia o tener ajeno, la pobreza expresada en billetes, la grandeza medida con audiencias.

Allí estábamos, convencidos de que el cielo y el infierno eran barrios de un mismo country, a los que cada uno se podía mudar sin cajas ni camiones, con vista al mismo paisaje, sin cambiar de domicilio; habiendo aprendido a ignorar la frustración ajena por ser incapaces de transmitir la irradiada experiencia, frustración propia de quien ha obtenido llagas y sangre intentando cavar un pozo en granito.

Aprender a ignorar la pena ajena no es un logro, es mucho antes una claudicación, es como nadar hacia la costa, dejando un cuerpo que ya respira bocanadas de agua, al que se intentó auxiliar y fue sistemáticamente rechazado; el rescatista profesional sabe dejar inconsciente al rescatado antes de arrastrarlo a la orilla, pero la orilla de la vida, al igual que sus simas más profundas, son lugares personales adonde los terceros rara vez saben cómo llegar. Mi margen segura y apacible puede ser feroz tormenta para otros.

El año que se iba había amenazado, de hecho lo había logrado casi por completo, mudarnos de nuestro indiferente paraíso, arrancándonos prácticamente de raíz, al más abyecto infierno; ni los muchos años de experiencia viendo la equivocación ajena nos mantuvo al margen de creer haber perdido la razón, la extrema diversidad convertida súbitamente en masa homogénea, resultó un gran desafío para la autoecuanimidad; solo la obstinación nos permitió encontrar, muy lentamente, ese otro discurso, brutalmente silenciado, cuando no vilipendiado y censurado, que usaba la razón y la comparación objetiva; mojones de roca dura, que no se dejaron fundir ni arrastrar por los flujos piroclásticos del infundido delirio colectivo.

Las raíces arrancadas no estaban rotas, y vueltas a ser puestas en tierra redoblaron su vigor, el tronco tiene señales de heridas, la copa ha perdido algunas ramas y está prácticamente desnuda de hojas, pero rebosante de nuevos brotes verdes. El árbol se ha hecho inmune al fuego del delirio colectivo usado como lanzallamas hacia la razón. 

El mañana luce triste, porque aún en 





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